Ya sin aviso
y sin nombre
me entregué a morir callado
al lado de la piedra cenicienta
y de los secos prados vesperales.
Me acurruqué como lo hace un puño
que se entragara a ír a la deriva.
El viento me trajó alguna lápida
para recordar cómo se llamaban mis huesos
y que una vez hubo voluntad en mi carne
hasta que decliné en acaboses.
Ya sin aviso
y sin nombre
me zambullo en las entrañas de la tierra.
Para descansar en las paces de los justos
junto a las semilla que, por siempre germinan.
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